La Hija del Dragón.

¡Hola chicos! Aquí os traigo otro relato. Esta vez es de fantasía y fue presentado al concurso de #LaOtraFantasíaMedieval. Espero que os guste. 

La lluvia caía sobre las vacías calles de Puerto Blanco, golpeando los tejados de pizarra y convirtiendo las calles empedradas en un barrizal. Los ancianos dirían que era la tormenta que precedía a la nieve y probablemente tendrían razón. En aquella ciudad de las montañas de Elayr la nieve formaba parte de la vida de sus habitantes.

La viajera levantó la vista ante la puerta de madera que se alzaba ante ella. Las gotas heladas caían de su capucha por su cuello, hacia el interior de su armadura. Se giró e hizo una seña a su acompañante, que asintió.

Habían dejado a los caballos en los establos fuera de las murallas de la ciudad. Allí, un hablador joven se había mostrado encantado de hablar de la ciudad con nuevos visitantes. Una actitud temeraria, pensaría la joven al escuchar su verborrea. Antes de salir les había recomendado la posada llamada La Zorra Dormilona, cerca de la plaza del mercado.

Las ventanas dejaban ver la tenue luz amarillenta de las velas y se escuchaban las risas y golpes de los visitantes, así como a un joven bardo cuya canción no era audible para las extranjeras. La chica abrió la puerta y entró en el lugar.

La estancia estaba caldeada por un fuego que ardía en el centro del lugar. Por encima de este había calderos y comida que se asaba lentamente. A su alrededor había varios bancos donde habitantes del lugar disfrutaban de sus jarras de hidromiel. Había mesas pegadas a las paredes llenas de más comida, platos sucios y jarras.

Los presentes se quedaron en silencio y clavaron sus miradas en las visitantes. Puerto Blanco era la ciudad más importante de Páramo del Cuerno y estaban acostumbrados al ir y venir de gente de todos los rincones de Elayr. Pero aquella noche era demasiado desapacible para que nadie llegase a la ciudad.

Las mujeres se sentaron ante la barra mientras un hombre de anchas espaldas pasaba un trapo por la oscura madera. Ambas se quitaron las capuchas y sacudieron sus cabezas, provocando que algunas gotas cayesen al suelo. El hombre se puso el trapo al hombro y apoyó la mano en la barra, mirándolas.

—Bienvenidas a La Zorra Dormilona, señoras. ¿Qué puedo servirles? ¡Tenemos el mejor hidromiel de toda la comarca!

Su afirmación fue secundada por los gritos de los parroquianos, que alzaron sus jarras antes de volver a sus asuntos, murmurando en pequeños corros o escuchando al bardo, cuya canción hablaba de batallas y muerte.

—No hagan caso. Estamos todos un poco nerviosos por las noticias de ese dragón. ¿Pueden creerlo? Un dragón en Elayr—El hombre movió la cabeza negativamente mientras chasqueaba la lengua antes de sonreír de nuevo—Entonces, ¿qué va a ser?

—Dos jarras y algo de cenar. También querríamos una habitación para pasar la noche— Contestó una de las chicas depositando varias monedas de oro encima de la barra. El posadero abrió mucho los ojos y asintió repetidamente.

—Por supuesto. Enseguida se lo servimos, señoras.

Minutos más tarde, ambas se encontraban en una de las mesas con sendas jarras de hidromiel, escuchando al joven bardo narrar la historia de Sigvird y Elrod, los dos jóvenes reyes de Elayr que lucharon hasta que su amor fue reconocido por toda la comarca.

—¿Crees que es seguro que estemos aquí, Irya? — Dijo una de las jóvenes, de cabello castaño y ojos oscuros que brillaban como el tizón. La otra, de rizos pelirrojos y ojos verdes sonrió levemente antes de dar un trago a su jarra—Tendríamos que haber hablado con la jarl Sif en cuanto pusimos un pie aquí.

—Así hubiésemos llamado la atención, Aela. Dos forasteras yendo directas al Palacio Gris para ser recibidas por la jarl—Irya vio como el posadero dejaba la comida humeante en su mesa y se despedía de ellas y se adelantó para comer algo.

—¡Escuchen! Ahora viene la historia que todo Elayr conoce y ama. La historia de los Hijos del Dragón…—Irya y Aela se miraron fijamente y fruncieron el ceño, pero no dijeron nada. Ninguno de los parroquianos les prestaba atención alguna—Todos conocen las nuevas, ¿verdad?

—¡Hay un dragón en Helgättan! —Gritó un hombre al mismo tiempo que golpeaba la mesa con su puño. Vestía las ropas de un mercenario.

—¡Exacto, mi buen amigo! Antaño, los dragones vivían en Elayr y sólo los Hijos del Dragón eran capaz de domarlos. Su sangre no era como la del resto de nórdicos, no. Tenían poderes que sólo la sangre de dragón les confería—El bardo cogió su laúd y rasgó las cuerdas. La dulce melodía envolvió la posada mientras que su voz narraba la epopeya—En la Segunda Era, el rey Öhre comenzó la cruzada contra los dragones. Estos desaparecieron y así era desde hacía milenios. Los Hijos del Dragón se extinguieron y nadie volvió a poseer sus poderes. Hasta ahora—Sus dedos se movieron hábilmente por el mástil y continuó—Los dragones han vuelto y los Sumos Sabios esperan el regreso del Hijo del Dragón.

Los parroquianos aplaudieron al hábil bardo y volvieron a sus comidas mientras el hombre recogía las ganancias. Sus ojos se fijaron en las dos jóvenes y se acercó a ellas, exhibiendo una sonrisa galante en su rostro.

—¡Buenas noches, señoras mías! ¿Les ha gustado la historia?

—Un cuento muy bonito—Respondió Irya con una sonrisa en su rostro, acomodándose en la silla. El bardo se llevó una mano al pecho como si le hubiesen ofendido.

—¿Un cuento? Se nota que no son de por aquí, mis señoras. Lo del dragón es cierto. Varias personas lo han visto y ha arrasado la ciudad de Helgättan. No queda nada salvo las cenizas de lo que fue. Cierto es que antes todo eran…bueno, leyendas. Pero ahora cobran sentido, ¿no cree?

—Supongo.

—¿Puedo preguntar que hace una joven como usted en Puerto Blanco? —Irya y Aela intercambiaron una mirada divertida y la primera asintió, entrelazando los dedos.

—Es un secreto, señor…

—Mikael, por favor. A su servicio—El bardo hizo una reverencia y señaló la silla que se encontraba vacía—¿Puedo?

—Siéntese si quiere. Nosotras debemos descansar.

Las dos jóvenes se levantaron ante la mirada del bardo, que se mordió el labio inferior y se puso delante de Irya, sonriendo.

—¿Ya se va? ¿Me permitiría que mañana le enseñase las maravillas de Puerto Blanco?

—No me interesa, lo siento.

—Lo comprendo. Espero no haberla molestado.

Irya hizo un gesto educado con la cabeza y siguió a la dueña de la posada por las escaleras hacia el piso superior, donde se hallaban las habitaciones. La mujer contaba que La Zorra Dormilona pertenecía a su familia desde hacía cinco generaciones y que además del lugar, ella también poseía parte de la propiedad del Grupo del Alba, que llevaba el comercio marítimo de Puerto Blanco.

En cuanto desapareció, Aela cerró la puerta con llave y soltó un suspiro de alivio al empezar a quitarse la armadura de viaje que llevaban. Irya hizo lo mismo hasta que se quedó con la ropa de dormir, metiéndose en la fría cama.

—¿Crees que tendrá chinches?

—Probablemente. Te atacarán por la noche.

—Eres idiota.

—Como tú.

Aela apagó la vela y a tientas caminó hacia la cama, metiéndose debajo de las sábanas. Notaba el peso y el calor de Irya a su lado y apenas tardó en dormirse.

Puerto Blanco despertó con ellas. La ciudad no se parecía en nada a aquella que se habían encontrado la noche anterior a su llegada. Las calles en cuesta y con el suelo empedrado estaban llenas de vecinos que se encaminaban a sus quehaceres o al mercado. Varios niños correteaban mientras jugaban. La torrencial lluvia había dejado paso al bienvenido sol que calentaba a los lugareños.

Irya y Aela se habían despedido del posadero, quien había preparado el desayuno para las dos viajeras y ahora se hallaban camino del Palacio Gris, en lo alto de la ciudad, custodiado por las montañas que se alzaban más allá. Observaron la ciudad y se quedaron mirando la estatua erigida en honor de Kyrena, una de los Nueve. Su mano izquierda estaba extendida con una flor surgiendo entre sus dedos, mientras que sus vestiduras estaban formadas y entretejidas con raíces gruesas y hojas.

Kyrena era la diosa de la naturaleza. Benevolente y cariñosa, las escrituras contaban que había engendrado a Kyr, el dios de los hombres y, sobre todo, de los nórdicos, los habitantes de Elayr. Era uno de los Nueve que la región de Elayr adoraba.

El Palacio Gris debía su nombre a la piedra gris con el que estaba construido. Esta había sido recogida de la ladera de la montaña y se caracterizaba por su brillo especial. Se decía que los elfos podían sacar de la piedra propiedades mágicas en los tiempos de la Segunda Era. El palacio tenía dos alas y varias estancias subterráneas como las mazmorras y los cuarteles de la Guardia del Jarl.

El Palacio Gris había albergado a las sucesivas generaciones de jarls a lo largo de la historia de Elayr. La familia de la jarl Sif provenía del mismo rey Rorik Uriksson, quien había comenzado la Guerra de la Tercera Era contra el sur de Elayr. Los elfos y demás razas que allí habitaban se habían levantado en armas y el país se había sumido en una guerra sangrienta que había durado décadas. La guerra había terminado con el Acuerdo de las Dos Reinas, firmado por la jarl Valeria y la reina de los elfos, Lilía.

—¡Alto! ¿Quiénes sois?

—Venimos a ver a la jarl Sif—Dijo Irya con la mirada fija en aquél guardia. Su voz era tranquila y sosegada—Decidle que traemos noticias de Helgättan.

—¿Sobre el dragón? —Ambas mujeres asintieron y el guardia abrió las puertas—Enseguida.

Irya y Aela siguieron al guardia al interior del palacio, observando los maravillosos ornamentos que había. Tapices exquisitos con telas de los Klir. Las ventanas estaban hechas con vidrio nyrniano y en días soleados en los que la nieve había caído, los rayos del sol entraba hacia la sala, mostrando un arcoíris en los suelos de piedra.

La Jarl Sif se encontraba sentada en el trono, recostada mientras escuchaba a un hombre que gesticulaba mientras su voz retumbaba en el salón del trono. A la izquierda de la jarl había un hombre de vestiduras caras que tomaba notas sobre una pequeña mesa. A su lado, un hombre vestido con la armadura de la Guardia de Puerto Blanco, escuchando atentamente. A la derecha de Sif había una mujer cubierta con ropas de hechicera con la capucha sobre la cabeza, ocultando su cara. Podía tener veinte o sesenta años.

—Os pido, jarl Sif, que por favor investiguéis la Cueva de los Lobos. Hay rumores de que algo oscuro está ocurriendo en aquella zona.

—Mis hombres irán a la cueva. Gracias Urik por tu preocupación.

El hombre hizo una reverencia y acompañó a un guardia hacia la salida. Ambas mujeres esperaron hasta que anunciaron sus nombres. Entonces, se acercaron lentamente hasta que tuvieron a la jarl delante de sus ojos.

La jarl Sif tenía los cabellos oscuros de su familia, los Urilsson y los característicos ojos verde y azul. Se decía que su linaje iba hasta la mismísima reina myriana Alexandra de Nyrn. La mujer alzó una mano e hizo un gesto hacia las chicas.

—Contadme. Mi guardia me ha dicho que sabéis lo que ha sucedido con el dragón—Aela miró a Irya e hizo un gesto afirmativo con la cabeza, animándola a hablar.

—Veréis, mi jarl, nosotras veníamos de la región de Olyr para escapar de las revueltas—Sif asintió y se acarició la barbilla—Nos detuvieron en la frontera. Como sabéis, es ilegal cruzar sin autorización. Intenté escapar y…—La joven sintió sus mejillas sonrojándose—No estoy orgullosa, jarl Sif, pero me sentenciaron a muerte. Me llevaron a Helgättan y Aela me seguía. Pedimos a los guardias que al menos le permitiesen estar durante mi ejecución. Entonces, el dragón atacó la ciudad.

—¿Sobrevivió alguien?

—No, jarl Sif. La ciudad quedó reducida a cenizas. Aela y yo escapamos por pura suerte. Encontramos un pequeño pueblo y la herrera nos dijo que hablásemos con vos en Puerto Blanco. Llevamos tres días de camino parando sólo para dar de beber a los caballos, pero no nos hemos detenido hasta llegar aquí.

La dama hizo un gesto a su hechicera y su guardia y ambos se acercaron al trono de piedra. Los tres juntaron las cabezas y comenzaron a murmurar palabras ininteligibles. Irya miró a Aela, que se encogió de hombros. Sif carraspeó para llamar la atención y dedicó una sonrisa a la joven que esperaba de pie.

—Gracias por las noticias…

—Irya. Irya River y esta es Aela Greyheart.

—¿Greyheart? ¿Sois miembro de la familia?

—Soy la hija de Lady Onna—Respondió la cazadora con un gesto afirmativo mientras apretaba los labios en una fina línea. Irya sabía que no le gustaba que le recordasen su linaje.

Lady Sif abrió la boca para intentar hablar cuando la hechicera se le adelantó.

—Con su permiso, mi jarl…Me gustaría hablar con la joven Irya.

Sif hizo un gesto con la mano y prometió una estancia para las dos jóvenes antes de su partida. La jarl se levantó y entrelazó su brazo con el de Aela, que reprimió el impulso de apartarlo. La joven cazadora miró por última vez a Irya, que caminaba detrás de la figura que se aproximaba a unas escaleras de caracol a la derecha de la estancia.

La joven siguió a la hechicera de la corte y entró con ella en una estancia con las paredes repletas de libros. Un gran escritorio de madera separaba un lado de la estancia del otro y detrás de este se encontraba un laboratorio de alquimia. Irya sabía que se utilizaban para conferir magia a las armas y crear pociones.

La hechicera chasqueó los dedos y las velas que había en la habitación se encendieron. Se sentó detrás del escritorio e hizo un gesto a Irya para que hiciese lo mismo. La joven obedeció y miró el rostro grisáceo y los ojos oscuros de aquella mujer. Era un elfo oscuro, de aquellos que habitaban en el oeste de la región de Elayr. La mujer se quitó la capucha y sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Así que este es el aspecto de La Hija del Dragón.

—¿Perdone? —Irya abrió mucho los ojos ante las palabras de aquella mujer. Su garganta se secó y sintió ganas de reír—Creo que se equivoca…

—Llámame Orya. Y no, no me equivoco—La mujer soltó una carcajada y entrelazó los dedos antes de fijar sus ojos oscuros como ascuas en el rostro de la chica—Los dragones desaparecieron en la Segunda Era después de la guerra. Los Hijos del Dragón desaparecieron, así como los reyes dragón. Comenzó una nueva era en Elayr. Y ahora, aparece no sólo uno—Irya frunció el ceño ante aquello y Orya continuó—Tenemos noticias de avistamientos de más dragones por toda la región. Y solamente una joven sobrevive al ataque y viene a Puerto Blanco a contarlo.

—Escuche—Dijo Irya adelantando el cuerpo y poniendo las manos encima del escritorio cubierto de rollos de pergamino—Llevo toda mi vida sobreviviendo. A estas alturas empiezo a pensar que o bien es casualidad o que les caigo bien a los Nueve. Pero no soy la Hija del Dragón.

—¿En serio? —Orya arqueó una ceja mientras sonreía irónicamente y apoyó la cabeza sobre sus manos—Dime, ¿a qué edad empezaste a hacer magia?

Irya se quedó petrificada y sintió que su rostro palidecía. Sus manos comenzaron a temblar y apretó los puños para que la hechicera no se percatase de ello. Tragó saliva y carraspeó antes de hablar.

—No sé de qué me habla.

Los labios de Orya se movieron en un amago de sonrisa y levantó su mano izquierda. De ella salió una luz anaranjada que se transformó en una bola de fuego. La bola salió disparada hacia el pecho de Irya, pero la joven contraatacó con un hechizo de Escudo. La bola de fuego se disipó sin más y el silencio cayó en la estancia.

—Eso ha sido trampa—Murmuró la joven mirando a la mujer que tenía delante. Orya se encogió de hombros sin dejar de sonreír y se levantó, paseando por la estancia, acariciando las tapas de los libros con las yemas de sus dedos.

—¿Conoces la Escuela de Magia de Ivernod? —Irya negó con la cabeza y la hechicera hizo un gesto imperceptible con la cabeza—Allí enseñan a todo aquél que tenga interés en la magia, aunque en el pueblo no los tienen en alta estima—Orya soltó un bufido de indignación antes de continuar—Te recomiendo que vayáis allí y entrenes tu poder.

—Apenas puedo hacer hechizos, Orya. No pinto nada allí.

—¿Y qué harás el resto de tu vida, Irya? ¿Huir de una ciudad a otra? ¿Intentar pasar desapercibida?

—No es una mala vida.

—No, no lo es. Pero los secretos no se mantienen secretos mucho tiempo—La mujer suspiró y se dejó caer en la silla de nuevo, masajeándose las sienes—Los jarl querrán conocerte. Los Sumos Sabios de la Montaña Gris también. Y te aconsejo que vayas a hablar con ellos cuando estés preparada. Son los que de verdad conocen a los Hijos del Dragón.

—¿Qué tiene que ver eso con…?—Irya se calló al ver la mano alzada de Orya.

—La Hermandad Negra también querrá encontrarte, Irya. Dudo mucho que a muchos jarl les haga gracia saber que los dragones han vuelto. Querrán tu cabeza. No creo que al Emperador le agrade saber que hay alguien que podría arrebatarle el trono.

La joven se removió incómoda en la silla. Como todos, había oído hablar de la Hermandad Negra. Era un colectivo de asesinos, los mejores de todo Elayr. Servían a la misma Dama de la Oscuridad quien atendía las plegarias de aquellos que llamaban a los asesinos. Se sabía por todo Elayr que sus rituales exigían sacrificios y sangre y en Helvar, una de las ciudades del norte, los vecinos hablaban de susurros y cánticos en la casa de uno de sus vecinos.

Orya suspiró y puso una mano en el hombro de la joven, que alzó la mirada para fijarla en los ojos oscuros de la elfo. La hechicera curvó sus labios en una sonrisa antes de hablar.

—En el Colegio de Magia estarás a salvo. Al menos al principio—La mujer volvió a recorrer la estancia, parándose delante de la ventana que daba al patio de entrenamientos, donde varios arqueros de la guardia del jarl practicaban—Las noticias vuelan rápido, de modo que tendréis que correr para llegar antes de que todo Elayr hable del Hijo del Dragón—Orya se giró hacia Irya—El archimago Svassa es un hombre muy inteligente. Tuve la suerte de que fuese mi maestro en la magia de la destrucción. Aunque algunos miembros del Claustro lo llamarían “demasiado prudente” —La mujer se encogió de hombros y se sentó en el escritorio, cogiendo la pluma y mojando la punta en el tintero, extendiendo un pequeño pergamino ante ella. Lo único que se escuchó durante unos instantes fue el sonido de la pluma rasgando al escribir. Orya enrolló el pergamino y lo selló, dándoselo a Irya—Cuando llegues, reúnete con el archimago y entrégale esto. Él sabrá qué hacer.

—De acuerdo.

Irya se levantó dispuesta a marcharse a los aposentos que la jarl Sif había preparado para Aela y ella cuando el suelo tembló, provocando que la joven tuviese que agarrarse a la silla para no caer. Orya y ella intercambiaron una mirada y corrieron por la escalera de caracol hasta el salón del trono, donde los guardias corrían de un lado a otro.

La jarl Sif apareció por una de las puertas con Aela pisándole los talones. La joven cazadora corrió hacia Irya mientras Sif hablaba con la administradora. El jefe de la guardia vociferaba órdenes a los soldados con su voz de barítono y la jarl Sif se giró hacia Irya.

—Deberíais quedaros aquí.

—¿Qué ocurre? —Preguntó Irya adelantándose, sorprendiendo a todos con su comportamiento. Nadie debía hablar al jarl si ésta no se había dirigido a ti. La jarl Sif miró a Orya, que asintió discretamente con la cabeza y volvió a mirar a la joven.

—Hay un dragón a las afueras de Puerto Blanco. ¿Acaso os gustaría ir? —Añadió sin poder evitar una sonrisa en sus labios—Un dragón es suficiente para una vida, ¿no, Irya River?

—Dejadla ir, mi jarl—Respondió Orya adelantándose y fijando su mirada en la de Sif, quien frunció el ceño pero asintió al ver el rostro de su hechicera personal. Hizo un gesto con la cabeza al jefe de la guardia, quien se acercó solícito—Llevadlas con vosotros. Si ha sobrevivido a Helgättan quizás sobreviva a esto.

La jarl Sif se encogió de hombros y sonrió a Irya, quien fijó su mirada en Orya, cuyos ojos brillaban con satisfacción e hizo un gesto afirmativo a la joven, que se dispuso a seguir a los guardias por las calles de Puerto Blanco hacia las afueras, cerca del río, donde se decía que varios centinelas ya se encontraban luchando.

—Iré a los establos a por las armas—Dijo Aela mientras salía corriendo sin esperar respuesta alguna e Irya suspiró. Estaba acostumbrada a la naturaleza impulsiva de su compañera.

Sus caminos se habían entrecruzado de la manera más extraña posible. Irya huía de las calles de Artath, la ciudad más importante de la región de Irileth. Su padre, herrero, había perdido la vida ejecutado por los soldados del Emperador. Su madre intentó sacar adelante a Irya y su hermana pequeña con la posada del barrio comerciante mientras la joven hacía lo propio. Gracias al entrenamiento que había recibido de su padre, Irya se pasaba los días en los bosques de hojas doradas en busca de presas para la cocina de la posada y para su venta en el comercio de Oliver.

Pero una noche, algo salió mal. La organización del ministro Eroth llevó a los habitantes de la ciudad a un levantamiento que duró semanas. Corrió la sangre por las calles de Artath y cuando Irya volvió se encontró la puerta de la posada destrozada y los cuerpos inertes de su única familia en el interior.

Sabiendo que corría peligro, decidió coger lo máximo que pudiese llevarse en un petate, incluyendo una bolsa llena de monedas de oro que su madre guardaba para intentar darles una vida mejor a sus hijas. Al menos, junto a los Nueve, la madre de Irya podría sonreír al ver que esas monedas le salvarían la vida a su primogénita.

Dejó la ciudad esa misma noche junto a una caravana de hombres, mujeres, niños y ancianos que habían tenido la misma idea que ella. Sus caras mostraban el agotamiento y la tristeza de semanas de lucha y pérdidas. No había nadie en la ciudad que no tuviese algún familiar desaparecido. Y ya no podían más.

Irya vagó por los caminos inhóspitos de Irileth junto a una familia que se asentaría en Myrth, una ciudad a varios días de camino que ya estaba recibiendo las hordas de ciudadanos que huían del desastre. Ella había decidido no acompañarlos. No tenía una profesión fija, no sabía qué podía hacer. Y pensó que ya era hora de viajar. No quería trabajar en otra posada o vendiendo lo que cazaba en el mercado.

Fue en su primera noche a solas, dormida en una roca caliente por el sol que había azotado la zona durante todo el día, cuando Irya por fin dio rienda suelta a su dolor. Y lloró por fin. Lloró por su familia y por todo lo que había perdido. Lloró por el mundo desconocido que se abría ante ella.

Pasaron semanas antes de que descubriese sus poderes. Fue una noche que había seguido caminando, en busca de algún lugar donde reposar, a salvo de animales salvajes o bandidos. Estaba agotada, sedienta y sus pies no dejaban de sangrar. Pero en ese momento, se topó con algo.

Al principio eran unos escalones desgastados y llenos de hojarasca. Irya sacó la daga de su padre de su escondite y, sintiendo el familiar pálpito que tenía cada vez que su instinto le decía que no, subió los escalones. Una decisión temerosa, desde luego. A medida que ascendía el camino se hacía más empinado y resbaladizo por la niebla nocturna. La joven había agudizado el oído, descubriendo que se escuchaban cánticos.

Sintió que su piel se erizaba ante aquél sonido. Eran famosos los nigromantes por todo el país. Sus conocimientos de magia eran utilizados para las artes oscuras. Para el sufrimiento, el dolor y la muerte. La madre de Irya le había contado historias sobre nigromantes que vagaban por todos los rincones, atentos a que alguna víctima desafortunada encontrase su muerte allí.

—Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí.

La joven se sobresaltó y observó la oscura figura que se cernía ante ella. Era un joven de apenas unos cinco años mayor que Irya misma. Llevaba una negra túnica con capucha que le cubría por completo. Sus manos bajaron la capucha y el nigromante sonrió, mostrando unos dientes amarillentos. Irya comenzó a andar hacia atrás mientras su mano empuñaba la daga.

—Me iré por donde he venido, ¿Vale? Solo estoy de camino.

—Oh, me da a mí que no.

El nigromante alzo las manos y la joven vio como de ellas salía una lengua de fuego que caía ante sus pies. El fuego fue transformándose en el esqueleto de un lobo de las montañas. Sus ojos estaban vacíos, del color de las ascuas y gruñó.

Irya sintió que sus piernas flaqueaban y trató de correr, pero sus pies chocaron con una enorme raíz y cayó al suelo, soltando la daga, que estaba fuera de su alcance. Irya notó que su tobillo ardía y sabía que no podría andar. Si es que salía con vida.

El ente de fuego se acercaba cada vez más a ella, olisqueando en el aire. El nigromante chasqueó los dedos y una bola de fuego salió disparada hacia Irya, que rodó por el suelo hasta que su espalda golpeó un enorme sauce.

—No intentes huir de lo inevitable—Murmuró el nigromante mientras se acercaba a ella. Irya soltó un gemido de dolor cuando uno de los hechizos la alcanzó en el tobillo ya herido. Los ojos del joven eran negros como la oscuridad, vacíos de alma.

El animal de fuego soltó un gruñido antes de lanzarse a la carrera contra la joven. Sus patas convertían en ceniza todo aquello que tocaban e Irya supo que había llegado su hora. Pensó en su madre y, cuando el lobo saltó hacia ella, levantó la mano derecha como un gesto inconsciente. Su palma estaba extendida y sus dedos separados.

Se oyó un gemido de dolor y el lobo cayó hacia un lado con uno de los costados cubierto por escarcha que se derretía al contacto con el fuego. Irya abrió los ojos y vio al animal retorciéndose y al nigromante observándola con los ojos muy abiertos.

—Vaya…Eso no me lo esperaba…—El joven alzó las manos dispuesto a atacar y el lobo hizo lo propio. Irya vio cómo su costado había desaparecido. Intentó levantarse pero el dolor recorrió todo su cuerpo y la hizo caer de nuevo contra el sauce. Escuchó un gruñido y un sonido sibilante y giró la cabeza.

El nigromante estaba de rodillas en el suelo con una flecha en el hombro. La sangre manaba y caía sobre la hierba que crecía entre los escalones de piedra. El lobo gruñó y miró por todas partes, sin saber a quién atacar. Otra flecha salió de entre los arbustos y se clavó en el pecho del joven, que cayó con un ruido sordo.

Irya se tumbó en el suelo con cuidado, siseando ante el dolor punzante que sentía por todo el cuerpo e intentó arrastrarse hasta las enormes piedras que formaban el dolmen. Escuchó el susurro de las ramas y los pasos amortiguados de alguien que se acercaba.

—No voy a hacerte daño.

Irya se sorprendió al escuchar una voz femenina, fuerte y decidida. Se mordió el labio y se quedó paralizada en el sitio, decidiendo su siguiente movimiento. Pero estaba herida y cansada, de modo que decidió que su destino no podía ser peor.

—Estoy aquí…No…no puedo moverme. El tobillo.

El ruido se hizo más fuerte y delante de ella apareció una joven de cabello oscuro y ojos negros como el carbón. Su armadura era de buena calidad, como pudo reconocer Irya. Su padre solía manejar esos materiales para fabricar las armaduras y armas para la guardia de la ciudad y el propio gobernador. La joven se colgó el arco detrás de la espalda y se arrodilló al lado de Irya.

—Has tenido suerte. Puede que no quisiera matarte de inmediato o no supiera mucho de magia, pero ese nigromante podía haberte matado de una forma muy cruel, si hubiese querido.

—¿Sabes algo de magia? —Dijo Irya con un jadeo al ver a la chica quitando su bota con cuidado de no dañar más el tobillo herido.

—No más de lo normal. Aprendí algunos conocimientos teóricos del hechicero de mi padre, pero no tengo don para la magia. Preferí las armas—Las manos callosas de la joven tocaron la piel de Irya y esta hizo una mueca. La piel estaba quemada y desprendía un olor muy desagradable—Por los Nueve, te ha dado bien. Probablemente te quedarán cicatrices.

La joven miró a su alrededor intentando buscar algo pero se rindió y suspiró, girándose de nuevo hacia Irya, que aguardaba, sintiéndose cada vez más débil. Su cara estaba sucia y pálida y sentía que se marearía en cualquier momento.

—Tengo que llevarte a mi campamento. Allí podremos curarte. Yo no puedo hacer nada sin materiales—La cazadora pasó su brazo por debajo de las rodillas de Irya y la cogió en brazos, resoplando antes de ponerse en camino—Volveré a por tus cosas en cuanto Aratoth esté ocupándose de ti.

Irya hizo un gesto afirmativo con la cabeza y la apoyó sobre el pecho de la joven, sintiendo el mundo dando vueltas a su alrededor. La joven pareció darse cuenta y la sacudió suavemente, acelerando el paso.

—No te duermas. Ya estamos llegando. Estamos apostados en la orilla del río—Irya prestó atención y se dio cuenta de que se podía escuchar el ruido de las aguas no muy lejos de donde se encontraban ellas—Por cierto, me llamo Aela.

—Irya. Irya River.

—Es un placer, Irya River.

Aela se encontraba allí en una misión para su padre, el barón Greyheart. Irya volvió con ella y su pequeña guarnición, compuesta de un joven guerrero y el médico Aratoth, cuando volvieron al castillo. Pero al llegar allí, se encontraron con todo arrasado a cenizas por la guerra. Irya y Aela se separaron del resto y decidieron cruzar la frontera hacia Elayr, a pesar de que era ilegal. Ambas fueron detenidas y estaban a la espera de ser castigadas en Helgättan cuando el dragón las salvó la vida.

Menuda ironía.

—Irya, ¿Estás segura de esto? —Dijo Aela mirándola fijamente tras volver de los establos y la joven asintió, cogiendo el arco que le tendía.

Durante su tiempo juntas, Aela había entrenado a Irya en el uso de todo tipo de armas, pesadas, ligeras, armas cortas y espadas. Además de su uso en la magia, a pesar de la negativa de Irya, que no quería tener nada que ver con el uso de esta.

Las dos jóvenes siguieron a los soldados por los caminos empedrados, fuera de las paredes de Puerto Blanco. Los habitantes aún no habían sido avisados para intentar que la alarma no corriese por la ciudad. Los guardias estaban en tensión y muchos palidecían ante la perspectiva de verse las caras con una criatura que hasta hacía unas semanas, se creía mitológica.

—¡Por ahí! —Gritó uno de ellos e Irya agudizó la vista.

A lo lejos, en un torreón caído, sobrevolaba un dragón de escamas grises y ojos rojos. El suelo tembló cuando el dragón se dejó caer y gruñó antes de lanzar una llamarada de fuego. Los guardias corrieron a protegerse entre las enormes rocas, aunque muchos no fueron lo bastante rápidos y de ellos sólo quedaron las cenizas.

—¡Irya! —La joven sintió una mano que la empujaba hacia el suelo y notó que sus pulmones se vaciaban de aire. Tosió y se limpió las manos llenas de heridas mientras miraba el lugar hacia donde la había arrastrado Aela. Se trataba de una enorme roca que las cubría del dragón—¿Pretendes que te maten? —Siseó la joven antes de disparar una flecha que se clavó en el costado del animal, que rugió y expulsó fuego hacia donde estaban ellas. Aela cubrió el cuerpo de Irya con el suyo.

Aela le puso en la mano la espada e hizo un gesto afirmativo con la cabeza antes de salir corriendo con habilidad, disparando flechas. Irya podía escuchar los gruñidos de los guardias que se atrevían a enfrentarse al animal, el chasquido de sus mandíbulas y el calor que surgía cada vez que escupía fuego.

Irya se asomó a las puertas del establo a punto para ver al gigantesco animal caído ante ella. Sus ojos rojos la observaban, vidriosos. Sus alas se agitaban y sus garras se clavaban en el suelo helado. Irya observó varias heridas de las que manaba la sangre y se acercó lentamente al dragón, que se sacudió al verla e intentó atacarla. La joven saltó hacia atrás y levantó las manos de manera defensiva. El animal pareció tranquilizarse y sus ojos siguieron posados en ella, atentos a sus movimientos. La mano de Irya se acercó lentamente para tocar su cabeza, cuando un movimiento la sobresaltó.

—¡No! —Gritó lanzándose hacia adelante.

Pero fue tarde.

Uno de los guardias acabó con la vida del dragón, que soltó un último gemido lastimero antes de caer del todo. El suelo tembló con su peso y su cabeza quedó sobre una roca, inerte. Irya sintió un nudo en la garganta al ver aquél animal ante ella. Sus ojos opacos abiertos y fijos en un punto. La joven se arrodilló a su lado y posó la mano sobre las frías escamas grises, sintiendo un estremecimiento. Sin saber por qué, las lágrimas acudieron a su rostro y se las limpió disimuladamente antes de que cualquier guardia se percatase. Pero todos estaban demasiado contentos como para darse cuenta de algo que no fuese su propia euforia.

—Irya…¿Estás bien? —Dijo Aela con polvo gris en la cara y varios rasguños causados por el roce de las rocas. Aún tenía el arco en las manos. Irya asintió con la cabeza y la cazadora suspiró, mirando al animal muerto—He de admitir que es majestuoso.

—¡El dragón ha muerto! —El jefe de la guardia las abrazó sin darse cuenta del estado de ánimo de la joven y lo miró—La jarl Sif estará muy contenta.

—Sí—Murmuró Irya mirando al animal atentamente—Lo estará.

***

Apartó los ojos del paisaje inhóspito que se extendía ante ella y volvió a su libro, intentando leer, pero su mente no podía concentrarse en leer dos palabras seguidas sin que volviese a divagar, recordando aquél momento en Puerto Blanco, una y otra vez.

Aún veía ante ella el dragón muerto y a los guardias celebrándolo. Aela estaba a su lado, su mano entrelazada con la de Irya, intentando animarla. El jefe de la guardia había empezado a ordenar la vuelta al Palacio Gris cuando uno de los soldados señaló el dragón con el índice, sus ojos observando atemorizados.

Irya se giró a tiempo siguiendo la mirada asustada de Aela, que llevó su mano a la espada. La joven vio como el cuerpo del dragón empezaba a envolverse en una luz que devoraba sus escamas. La luz se dirigió a Irya, que comenzó a chillar mientras sentía algo que desgarraba sus entrañas. Cerró los ojos y cayó al suelo de rodillas mientras ella y el dragón quedaba unidos por esa extraña conexión. Ni Aela ni los miembros de la guardia del Palacio Gris apartaban la mirada de lo que ocurría.

Irya abrió los ojos y sintió el mundo dando vueltas a su alrededor. Soltó un gruñido gutural antes de que cayese del todo al suelo, mientras la oscuridad se cernía sobre ella. Cuando despertó, se encontraba en uno de los aposentos del Palacio Gris con Aela y la hechicera de la corte observándola con preocupación.

—Tienes que irte, hablar con el archimago Svassa. Te ayudará a prepararte.

Al parecer, tanto la jarl Sif como el resto de Puerto Blanco se habían enterado de lo ocurrido. La noticia se propagaría como la pólvora y pronto los jarls de las distintas ciudades importantes de Elayr se lanzarían en la caza de Irya. No todos ansiaban el regreso de los Hijos del Dragón.

Aela e Irya llegaron a la helada ciudad de Ivernod, cubierta por un manto de nieve constante y numerosas ventiscas. Apenas había tres casas con una posada, la casa del jarl y alguna tienda. A lo lejos, en las montañas, se alzaba el Colegio de Magia, donde ambas residían desde entonces. El archimago Svassa se había encargado de su protección desde que Irya le entregase el pergamino de Orya.

—Aquí no vendrán, querida. El Colegio provoca temor a los habitantes de Elayr. No confían en la magia y saben que no sería bueno tenernos de enemigos.

—¿Entonces? —Había dicho Aela mientras seguían al archimago y a un acólito hacia las habitaciones—¿De parte de quien estamos?

—De parte de nadie y de todos, Aela Greyheart.

—¿Irya?—La joven despertó de su ensimismamiento y alzó la mirada, descubriendo al archimago Svassa observándola con una sonrisa en los labios—¿Soñando despierta de nuevo?

—Disculpe, estaba…—La joven movió la cabeza hacia los lados con una sonrisa.

—Han llegado nuevas, Irya River. Ven a mi despacho con la joven Aela y os las contaré.

Irya asintió con la cabeza y abandonó el polvoriento libro de magia que había estado leyendo para salir a los helados pasillos del Colegio en dirección a las habitaciones, donde seguramente estaría su compañera.

Minutos después, ambas se encontraban sentadas delante del imponente escritorio del archimago, lleno de pergaminos y frascos llenos de líquidos de colores variables y extraños. El hombre suspiró y se masajeó las sienes antes de ponerse sus gafas de lectura y enfrascarse en las noticias.

—Me temo que Orya tenía razón respecto a tu seguridad. Son pocos los jarl que ansían el regreso de un Hijo del Dragón, sobre todo después de las guerras de la Segunda Era. El Emperador no querrá que Elayr anuncie a un nuevo rey y ni siquiera en Elayr se quiere otra dinastía de dragones—El hombrecillo dejó las gafas sobre la mesa y entrelazó los dedos, fijando su mirada en Irya y Aela—Los Sumos Sabios esperaban la llegada a la Montaña Gris del Hijo del Dragón.

—¿Quiere que vaya allí?

—Aquí te hemos entrenado bien, Irya River. Sabes todo lo que podemos mostrarte, pero deberás seguir tu camino.

—Dijo que el Colegio era neutral—Añadió Aela con una ceja arqueada.

—Y lo es. Aquí nunca vendrán, de momento—El archimago Svassa suspiró—Mirad, tenemos mala reputación entre los habitantes de Elayr y no queremos más problemas. Podemos protegerte pero no por mucho tiempo. A no ser que hables con los Sumos Sabios.

Irya y Aela intercambiaron una mirada y la primera se encogió de hombros, provocando que su compañera suspirase e hiciese un gesto afirmativo con la cabeza, murmurando algunas cosas no muy agradables.

A la mañana siguiente, Irya y Aela dejaron el Colegio de Magia de Ivernod en sus respectivas monturas, cubiertas con capas que las guarecían de las terribles ventiscas. Los habitantes del pueblo las vieron marchar sin pesar alguno, aliviados de que más hechiceros abandonaran la aldea.

Los primeros días de caminos fueron duros mientras abandonaban las montañas heladas del norte, dirigiéndose hacia el sur de Elayr, donde se encontraba la Montaña Gris. Se refugiaron en montañas para guarecerse de las ventiscas y se alimentaron de la comida que cazaban y que el Colegio les había proporcionado.

Una vez que pasaron la Línea del Ush, notaron el llamativo contraste de temperaturas de la zona sur y la norte. Los caminos nevados dejaron paso a bosques de hoja caduca que decoraban los bosques con sus tonalidades amarillas y marrones.

Fue en uno de los días, cercanas ya a la Montaña Gris, cuando sucedió.

Ambas cabalgaban mientras el sol caía y el cielo se teñía de tonos morados. Los cascos de los animales resonaban en los caminos empedrados. Fue en ese momento, cuando un hombre agazapado entre los frondosos matorrales, salió con una daga en mano, asustando al caballo de Irya, que acabó caída en el suelo.

La joven gruñó y rodó para evitar que el animal la pisotease, alzando las manos para defenderse cuando el hombre se tiró encima de ella, alzando la daga para hundirla en su pecho. Un silbido resonó en el bosque y el hombre cayó como un peso muerto encima de Irya, que comenzó a chillar.

—¡Quítamelo! ¡Aela! ¡Quítamelo de encima!

La joven corrió y tiró de los tobillos del hombre, viendo como la túnica de viaje de su compañera estaba manchada de sangre. Irya no dejaba de temblar y se abrazó las rodillas, sintiendo como las lágrimas caían por sus mejillas. Aela corrió y envolvió entre sus brazos a la chica, besando su cabeza.

—Ya está, Irya. Ya pasó.

Aquella noche, ninguna de las dos durmió. Irya miraba fijamente el fuego mientras sus manos acariciaban sus brazos, intentando entrar en calor. Aela estaba en silencio con un pergamino entre sus dedos.

Lo había encontrado entre las ropas del hombre. Resultaba ser una nota de la Hermandad Negra con órdenes directas de asesinar a Irya. Según la nota, la orden provenía de los gobernantes de Elayr, con la jarl Sif a la cabeza.

—¿Por qué yo? —Murmuró Irya sin dejar de llorar y sin atreverse a mirar a Aela.

—Eres la Hija del Dragón. Con los poderes que te confiere tu sangre, todos temen que les arrebates el poder. No hay nada más peligroso que un poderoso asustado que teme que le quiten lo que tiene.

Ambas llegaron a la villa de Alto Rorik, al pie de la Montaña Gris, cansadas física y mentalmente. Se alojaron en la posada por unos días, escuchando las historias de los lugareños sobre los Sumos Sabios y su reclusión en lo alto de la Montaña. Aela e Irya supieron por el posadero y los bardos que para subir allí se debía realizar el camino de Los Nueve Mil Escalones.

Los Nueve Mil Escalones era una senda de peregrinaje para muchos. A lo largo del camino se hallaban túmulos y capillas dedicadas a los Nueve que los visitantes utilizaban para dejar ofrendas o meditar. Pocos habían llegado al Templo de los Sumos Sabios, pero los que lo hacían dejaban diferentes recipientes con comida para ellos.

Fue la tercera mañana después de la llegada al poblado cuando Aela e Irya comenzaron el ascenso hacia la Montaña Gris. Aún estaban en silencio e Irya seguía paralizada por lo ocurrido con el asesino de la Hermandad Negra. En unos cuantos años, había pasado de tener una familia a ser perseguida por los jarls de la región de Elayr por su supuesto vínculo con los dragones, que la población creía extintos.

La zona inferior de la ladera se encontraba cubierta de un barrizal que dificultaba el ascenso. Las botas de ambas jóvenes resbalaban y debían ir a un paso más lento del que hubieran querido. Los habitantes de Alto Rorik les habían dicho que para subir debían dejar los caballos.

A medida que ascendían, Irya y Aela se encontraron con diferentes peregrinos que saludaron pensando que realizaban el mismo viaje espiritual que ellos. Muchos les ofrecían sus propios alimentos y otros se encontraban ensimismados en su relación con los Nueve.

Las noches las pasaban envueltas en las pieles que habían adquirido a lo largo de su viaje juntas, intentando darse calor mutuamente. Aela solía ser la que dormía con un ojo abierto, vigilando que no hubiese saqueadores ni más asesinos. Irya por fin había logrado conciliar el sueño tras todo lo ocurrido.

Perdieron la cuenta del tiempo que tardaron en llegar a la cima de la montaña. Estaban heladas y agotadas. Irya notaba sus músculos doloridos y heridas por todo el cuerpo. Llevaban los abrigos de pieles que Aela había conseguido con trueques.

Ante ellas se alzaba el refugio de los Sumos Sabios. Las puertas de piedra negra estaban exquisitamente talladas con un enorme dragón que parecía estar a punto de atacarlas. La piedra brillaba con la mortecina luz de la mañana y arrancaba destellos que las cegaban.

Nada más aproximarse las puertas se abrieron lentamente con un crujido y las jóvenes intercambiaron una mirada. Aela llevó su mano hacia su espada, preparada para atacar en caso necesario. Irya y ella observaron cómo un hombre con una túnica de color negro se aproximaba. Sus cabellos y barba eran grises como el metal que usaba el padre de Irya para las armaduras. Sus ojos eran opacos, completamente blancos. Irya sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

Estaba segura de que aquél hombre podía verla.

—Te estábamos esperando, Irya River.

—¿Cómo sabe mi nombre? —Los labios del hombre se curvaron fugazmente en una mueca que intentaba emular una sonrisa. Hizo un gesto con la cabeza y comenzó a andar hacia el interior de la montaña. Aela e Irya se miraron y fruncieron el ceño antes de seguirle.

—Lo sabemos todo. Hemos estado esperando eras el retorno de los Hijos del Dragón.

Su voz resonaba entre las paredes del lugar a medida que avanzaban por un pasillo poco iluminado hacia unas verjas de hierro forjado. Éstas se abrieron cuando el Sumo Sabio se acercaba y él siguió caminando.

Llegaron a una enorme sala de piedra tallada con motivos bélicos y, pensó Irya, probablemente históricos. Había guerreros blandiendo sus armas contra los Elfos Oscuros de armaduras encantadas. En la cúpula, había tallado otro dragón con la boca abierta y la cola enroscada, cuyos ojos miraban amenazantes a Irya y Aela.

—Las Escrituras nos hablaron de este momento—La solemne voz del hombre resonó en aquella sala y las jóvenes se quedaron quietas, viendo como éste seguía caminando—El día en que los dragones regresasen a Elayr.

Varias puertas que rodeaban el centro de la estancia se abrieron y aparecieron los otros sabios con el rostro cubierto por capuchas oscuras. Sus manos estaban ocultas bajo las enormes mangas de las túnicas y apenas hacían ruido al desplazarse. La mano de Aela fue hacia el mango de la espada, su cuerpo tenso y preparado para atacar.

—No creo que quieras hacer eso, Aela Greyheart. Nadie ataca a los Sumos Sabios y créeme, nos defenderemos.

Irya intercambió una mirada con la joven y asintió con la cabeza, provocando que Aela se relajase aunque siguiese mirando con desconfianza a su alrededor. El Sumo Sabio sonrió y asintió con la cabeza antes de levantar la mano. De ella salió un haz de hielo que se dirigió hacia Irya. La joven abrió mucho los ojos y conjuró un escudo inquebrantable que deshizo el hielo con gran facilidad.

—Te han enseñado bien en el Colegio, Irya River.

—¿Cómo sabe que estuve allí? —Dijo ella pero el hombre se limitó a sonreír de manera sardónica antes de atacarla de nuevo, esta vez con un hechizo de fuego. Irya contraatacó con una ráfaga de hielo. El sabio asintió con la cabeza.

—Eres buena—Volvió a levantar las manos y esta vez, ninguno de los hechizos de Irya pudo protegerla. Una fuerza desconocida hizo que cayese al suelo con un golpe seco. Aela gritó su nombre y corrió hacia ella mientras el sabio la observaba con el rostro impasible—Pero no la mejor.

Aela ayudó a su compañera a levantarse mientras ésta tosía, sintiendo sus pulmones ardiendo cada vez que intentaba coger aire. Los hombres permanecieron impasibles ante aquello y ambas jóvenes se levantaron.

—Los Hijos del Dragón tienen una conexión especial con los dragones, adquierendo sus poderes. Son capaces de realizar hechizos que ningún otro habitante de esta tierra puede. De ahí la conexión que tuviste con el dragón, Irya River.

La joven recordó el momento en que aquél animal la observaba fijamente y sintió como si algo atenazase su corazón. Tragó saliva intentando disimular y caminó hacia el Sumo Sabio, que siguió hablando.

—Los dragones se creían extintos, pero en realidad fue el Gran Maestre quien los durmió para la protección de Elayr—Los ojos fríos del sabio se estrecharon e Irya sintió un escalofrío recorriendo su espalda—Pero los Ürised quieren regresar del plano de los Entes y dominar todo el mundo.

El hombre alzó una mano y las antorchas que se hallaban sujetas a las paredes se apagaron de golpe, mostrando imágenes que relucían ante sus ojos. Irya y Aela se acercaron sin poder esconder su asombro.

—Los Ürised han despertado a los dragones, quienes obedecen a Syr. Éste a su vez está bajo el mando de Orijs, el Ürised más peligroso de todos. Es el que busca la destrucción y la guerra.

—¿Quién es Syr, entonces? —Preguntó Aela cruzándose de brazos.

—Un dragón negro. Una de las razas más mortífera de dragón. Los domina a todos con el lenguaje de los dragones. Todos obedecen a sus órdenes. Cuando Orijs lo despertó el resto de dragones despertaron con él.

—¿Y qué se supone que pinto yo en todo esto?

El Sumo Sabio movió las manos y otras imágenes aparecieron ante ellos. Se podía ver a una mujer vestida con una armadura junto a otra que tenía sus manos debajo de un vientre abultado. Irya observó atentamente los rasgos de ambas mujeres.

—La Ürised guerrera Vaja se enamoró de la reina elayriana Astrid, quien la correspondía. Como Ürised, su cuerpo no podía atravesar el Plano de los Entes hasta nuestro mundo. Eriijs, el Ürised del engaño y la locura le prometió que podría estar con Astrid pero para ello debería darle algo a cambio—El sabio volvió a mover la mano y las imágenes cambiaron—Vaja accedió y vivió un largo romance con Astrid. Consiguió, mediante su condición de Ürised que la reina quedase encinta y de ahí nació el primer descendiente de los dragones, ya que estos eran usados por Vaja en la guerra. La niña se llamó Arissia.

—¿Qué ocurrió entonces? —Murmuró Aela mientras su voz resonaba en las paredes de piedra.

—Eriijs había incluido una letra pequeña en el trato que Vaja firmó que la Ürised debía darle algo a cambio. Y él exigió que le diese a la niña—El hombre fijó su mirada opaca en el rostro de Irya, que volvió la cara hacia las imágenes que se mostraban ante sus ojos—Si no lo hacía, Eriijs llevaría a la niña con Orijs para sacrificarla…junto con su madre.

—¿Qué hizo ella? —Las palabras escaparon de los labios de Irya antes de que se pudiese detener—¿Entregó a su propia hija?

—Astrid era su madre al fin y al cabo. De modo que escondió a Arissia en algún lugar de Elayr donde nadie pudiese encontrarla…Y se ofreció a ella misma como sacrificio. Vaja perdió a su hija y al amor de su vida. Astrid desapareció en uno de los diferentes planos de los Entes. Orijs la puso allí para que nadie pudiese alcanzarla y allí ha permanecido desde entonces.

—¿Y qué pintamos nosotras en todo esto? —Preguntó Irya pero Aela interrumpió al Sumo Sabio antes de que pudiese hablar.

—Que pintas tú, Irya. Tú eres la Hija del Dragón. La descendiente de Astrid y Arissia.

—¿Eso es cierto?

—Las Escrituras nos hablan de que algún día un Hijo del Dragón se alzaría para rescatar a Astrid de su cautiverio con los Ürised y la llevaría con los Nueve. Según está escrito, Astrid había sido bendecida por ellos al nacer y muchos en Elayr la consideran parte de los Nueve—El hombre comenzó a andar en círculos alrededor de Irya—Ese día ha llegado. Nuestra orden fue destinada por la misma Arissia para proteger el poder del Hijo del Dragón. Sólo su sangre puede vencer a Syr y liberar a los dragones. Y a Astrid.

—No, no, no—Irya levantó las manos mientras negaba con la cabeza, sintiendo los labios resecos y un nudo en la garganta—Deben estar equivocados.

—El Gran Maestre te está esperando para contarte el resto, Irya River—El hombre hizo una seña con el brazo hacia una puerta que llevaba a las frías montañas. Las dos jóvenes se miraron como si el hombre no hablase en serio. Sus labios finos y secos estaban curvados en una mueca que intentaba ser una sonrisa—No ataques al Gran Maestre. Podría no tomárselo bien.

Irya y Aela caminaron por la enorme sala observando las tallas que allí se hallaban. En uno de los rincones, cercana a una vidriera que hacía que estuviese cubierta de reflejos con los colores del arcoíris, Irya encontró una estatua. Era la viva imagen de la joven elayriana que los Sumos Sabios le habían enseñado.

Era la reina Astrid de Elayr.

Salieron al inhóspito paisaje siguiendo la senda apenas visible en el suelo nevado. Irya se arrebujó dentro de las pieles, intentando ignorar aquél frío que parecía atravesar su piel como miles de finos cristales. Aela resopló y miró a su compañera fijamente antes de mirar la subida que tenían por delante.

—¿Sigues queriendo acompañarme? —La cazadora sonrió y cogió la mano de Irya antes de responder.

—Siempre.

El camino hacia la cima donde se hallaba el Gran Maestre fue tortuoso y lento. Muchas veces estuvieron a punto de caer debido al hielo de algunas zonas. Y otras temieron por sus pies mientras estos se hundían en la nieve. Estaban a punto de desfallecer cuando llegaron a un camino de piedra rodeado de columnas esculpidas en el mismo material en un lenguaje tan antiguo como Elayr mismo. Irya y Aela se miraron una última vez.

Y subieron.

***

Irya gimió mientras se agarraba la pierna herida. La piel rezumaba y olía a quemado, provocando arcadas en la joven. Aela seguía luchando con fiereza y la joven no podía sentirse más orgullosa. Se arrastró como pudo después de murmurar un hechizo de curación que, como bien sabía, no dejaría su piel intacta.

En su memoria aún tenía el encuentro con el Gran Maestre. Este había resultado ser un enorme dragón blanco y de ojos opacos que olisqueaba en el aire. Tenía la capacidad de comunicarse con ellas y, sorprendentemente, Aela resistió el impulso de desenvainar la espada.

Era un ejemplar magnifico. Sus escamas relucían a la luz del sol, arrancando destellos azulados en ellas. Sus garras se sujetaban a la enorme masa de piedra gris que formaba la montaña y cada vez que resoplaba, Aela e Irya notaban una fuente de calor que agradecían.

—Por fin has venido, Irya River, Hija del Dragón y de la Primera Reina Alissia.

El Gran Maestre había nacido de la misma Vaja, que ésta fue capaz de enviar al mundo de los vivos para Alissia. La joven lo crio hasta su muerte y después de eso, Orix, como se llamaba, se retiró a la Montaña Gris, donde se mantendría en contacto con el Plano de los Entes. Según él mismo explicaba, era el único que podía vislumbrar a la reina Astrid, aunque sus intentos de comunicación no fueron fructíferos.

Syr, de un aspecto tan majestuoso como Orix, era su hermano y había sido criado por la oscuridad. Sus ojos, del color del tizón, miraban a las jóvenes antes de conjugar hechizos que sólo los dragones y los de su sangre sabían. En un costado tenía varias flechas de Aela y sus escamas sangraban, pero para él solo parecían rasguños.

—¡Aela!

Irya vio a su compañera ser lanzada hacia atrás contra un grupo de rocas afiladas y alzó las manos para conjurar un hechizo de Escudo impenetrable. Aela chocó contra las rocas y cayó en la nieve sin un solo golpe. Syx se echó a reír.

—¿De veras crees que puedes vencerme?

La voz resonaba en las montañas como un sonido sacado de ultratumba e Irya parpadeó varias veces, intentando concentrarse. Delante de ella, la imagen del dragón desaparecía y aparecía. Su cerebro intentaba asimilar aquello cuando Syr desapareció con una llamarada y ante ellas apareció Orijs, con su gesto cruel y sus ojos fríos.

—Es hora de perder, Irya River.

—No, no…¡IRYA!

El Ürised abrió las manos para lanzar un hechizo mortal que ningún ser que no perteneciese al Plano de los Entes podría superar. Una luz apareció de entre sus dedos y se tornó negra, como un agujero negro que hacía desaparecer todo. La bola creció en tamaño y se dirigió hacia Irya, que apretó los labios y, protegiéndose con su escudo, alzó la mano para lanzar un contrahechizo como protección.

Ante ella, todos los momentos de su vida aparecieron. Sus padres y su hermana en su casa. Ella misma ayudando en la forja a su padre. El momento en que vio muertas a su hermana y su madre. Cuando se encontró con Aela. Su vida junto a ella. Todo.

Sintió unos brazos a su alrededor y vio a Aela apretándola contra su cuerpo, intentando protegerla. Irya abrió la boca para gritar, cuando algo pasó a su alrededor.

Todo se congeló.

Aela tenía los ojos cerrados y no se movía. El viento había dejado de mecer las ramas de los árboles. Era como si el tiempo se hubiese detenido. Y quizás así era.

Los ojos de Irya observaron a la joven Vaja acercándose a ellos. Orijs gruñó cuando vio que la acompañaba un séquito de dragones que gruñían y expulsaban fuego y hielo. La Ürised caminó con paso decidido hacia ellos.

—Se acabó. Orijs, has perdido.

—¡No! ¡Yo siempre gano! ¡Tú perdiste a Astrid y ahora el último Hijo del Dragón morirá! —El rostro del Ürised se contorsionó en una mueca de ira antes de dirigir su poder hacia Vaja—¡Todos los planos astrales me pertenecerán!

—¡No lo harán! ¡Irya!¡Ahora!

La joven levantó las manos, imitando el movimiento de Vaja, sin saber muy bien qué iba a suceder. Una nueva fuerza recorrió su cuerpo y la joven gruñó y gritó, sintiendo como si algo estuviese desgarrando sus entrañas. Irya abrió la boca y el sonido que salió de ella fue gutural, agónico. Casi como un gruñido. Sus manos desaparecieron y comenzó a ver asombrada como su cuerpo se cubría de escamas de color carmesí, sus dedos siendo sustituidos por garras.

Irya cayó al suelo y gruñó al ver al Ürised ante ella. Los demás dragones le hicieron un gesto de deferencia, preparados para luchar por el nuevo líder. Vaja sonrió orgullosa y lanzó varios hechizos a Orijs, que intentaba esquivarlos con endereza. Irya se irguió y soltó un gruñido que resonó en todo Elayr, abriendo las fauces para gritar un hechizo en el lenguaje de los dragones.

Orijs gritó y se retorció, su ente desapareciendo como una montaña de cenizas mientras todo su ser ardía. Los gritos eran agónicos e insoportables y Orijs abrió los brazos, desapareciendo en medio de una explosión.

Irya suspiró y negó con la cabeza. Poco a poco, su cuerpo fue recuperando su forma original y vio a Vaja acercándose a ella y poniéndole la mano en la mejilla, mirándola con ternura.

—Eres la viva imagen de Astrid.

—¿Está…?

—¿A salvo? —Las cejas de Vaja se levantaron y de sus labios escapó una sonrisa—Sí. Gracias a ti lo estará.

—¿Qué me ha pasado?

—Solo un auténtico hijo de Arissia podría acceder al poder del dragón y convertirse en uno de ellos. Orijs robó esa información de Astrid—El rostro de Vaja demostraba una gran tristeza—No quiero pensar como lo hizo. Pero usó la magia oscura para conseguirlo y transformarse en Syx para pasar a tu mundo.

—¿Y qué pasará ahora?

—Los dragones son libres. Volverán conmigo al Plano de los Entes hasta que Orix los llame y los necesite—Vaja miró a Aela, congelada en el suelo de la montaña y volvió a mirar a Irya—Suerte con tu vida, Irya River. Ya es hora de que la vivas.

Irya respiró hondo y tosió varias veces, despertándose en la misma montaña con Aela a su lado, que gemía suavemente. La cazadora se irguió y vio a la joven a su lado, con la cara sucia y llena de arañazos antes de tocarse su propio pecho.

—¿Estamos muertas?

Irya no pudo evitar soltar una carcajada que fue secundada por Aela, que se levantó y extendió una mano. Irya la aceptó y se levantó, mirando a su alrededor. Solo una mancha oscura mostraba lo que había ocurrido de verdad.

—¿Me lo contarás algún día?

—Algún día. Te lo prometo.

Ambas se quedaron calladas unos instantes antes de volver sobre sus pasos para bajar por el sendero de la montaña. La cazadora se mordió el labio y entrelazó su brazo con el de Irya, que sonrió ante el gesto.

—¿Y ahora qué? ¿Aventuras o nos compramos una casa en Puerto Blanco y cultivamos zanahorias? —Irya volvió a reír antes de contestar.

—¿Por qué no ambas?

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